La salida

Son más de quinientos los que están ahí fuera llamándole por sus dos apellidos y jurando que le van a matar cuando salga. Puede oírles desde la ducha. Cierra el grifo y se pasa una toalla por el tórax, las piernas, los genitales. Tomándola por los extremos forma un rodillo que se frota enérgicamente por la espalda. Mientras se seca la cabeza el roce de la toalla en las sienes casi logra anular las voces del exterior, y sucede otro tanto cuando se pasa el secador para concluir el peinado con la raya en medio. Pero luego puede oír lo que dice hasta el último de ellos.
Se está abotonando la camisa cuando el policía llama a la puerta, asoma la cara y le pregunta si está preparado. La puerta entreabierta aumenta el volumen del unísono. Una voz entre la muchedumbre dice qué hará con su madre cuando hayan acabado con él. “Sólo quince minutos”, responde. “Dese prisa, no tenemos todo el día”, dice el agente, sin disimular un deje de rencor compartido en su voz.

Finalmente, viste la americana sobre la camisa y mete el neceser y el resto de cosas en la bolsa de deporte. Luego la sostiene por el asa, relaja los hombros, deja colgar en paralelo el otro brazo y respira profundamente un par de veces. Se dirige con decisión a la puerta y la golpea con los nudillos.

Desde afuera giran el pomo, la puerta se abre y la jauría humana estalla en el exterior. Cientos de caras enrojecidas por la ira. Los puños se agitan y los cuerpos desequilibran las vallas de contención. Una lata de cerveza dibuja una parábola desde el centro de la multitud y se estrella contra uno de los escudos antidisturbios que se cierran en torno a él. Se pega a las espaldas de los agentes y camina detrás de ellos con pasos cortos y rápidos en dirección al furgón policial. Alguien logra agarrarle el brazo a la altura del codo y le espeta un “¡HIJOPUTA!”. Le hace daño. Se gira y logra ver cómo uno de los policías de su retaguardia alza la porra y la descarga. La mano que le sujeta el codo se afloja y le suelta. De reojo vuelve a ver la porra cayendo una segunda y una tercera vez, y el cuerpo del agresor se desploma rozándole los tobillos. Eso logra redoblar el furor de la muchedumbre, que se cierra en torno a la escolta policial como un puño. Los cuerpos de los agentes le aplastan y por segundos es difícil respirar. Alrededor de él las porras golpean frenéticamente sobre los hombros y las rodillas de los asaltantes, que estiran las manos en su dirección. Unas puertas se abren y cuando alza la vista ve la penumbra metálica y vacía del interior del furgón. Un gargajo le alcanza en la frente cuando por fin logra subir junto a uno de los policías. Suena un portazo tras ellos y se activa la sirena, pero el furgón no arranca. Simplemente, se mueve en vaivén, y amenaza con volcar. Desde el interior, oyen las detonaciones de una escopeta que dispara pelotas de goma contra la turba, y el furgón se estabiliza. Finalmente arranca, toma algunas curvas, acelera al llegar a una recta y los gritos de la muchedumbre van quedando atrás.

Sentado en uno de los dos bancos laterales del furgón, se seca el gargajo con un pañuelo de tela mientras advierte la mirada fija del agente que está sentado frente a él. Un cuadrado de luz entra por una de las ventanillas y barre una de las paredes laterales. Hay un arañazo reciente en uno de los pómulos del antidisturbios. Su walkie-talkie emite una especie de carraspeo y una voz comunica su posición con desgana profesional, carraspea de nuevo y quedan en silencio. Sin dejar de mirarle, el policía arrastra la voz y dice “Vélez-Ubrique”. Él no responde, desvía la mirada y observa a través de la ventanilla enrejada la nuca del conductor. Lleva puesta la gorra y su cabeza oscila mientras maneja el volante. El otro repite los dos apellidos, esta vez alargando la pausa entre ellos. “Eres un listo. Sí, ése eres tú, el más listo de la clase, ¿a que sí?”. El co-piloto se gira por encima del hombro y asoma el perfil por la rejilla para decir “déjele en paz, sargento”. “No me jodas, Benítez. ¿O me vas a decir que lo que ha pitado éste era penalty?”.