Las incomprensiones y perplejidades de tanta gente ante las guerras yugoslavas han llevado a muchos a sucumbir intelectualmente ante la fácil y absurda explicación de “los buenos y los malos”; y apuntarse al odio contra un enemigo, el gran Satán cuya perversidad hace posible los males que de otra manera no sabemos explicar y cuya destrucción por las angelicales fuerzas del bien (atlánticas o no) devolverá milagrosamente la paz y la harmonía intelectual. Tanta pobreza de espíritu, y buena parte de los errores políticos internacionales cometidos, tienen su origen en una descomunal pifia en la aproximación al análisis del problema cuando éste estalla ruidosamente en 1991. Se quiso ver como un conflicto entre comunistas que no se rinden y demócratas occidentalistas, como un problema de estalinismo totalitario ante el que pugnaban por su liberación emancipadora naciones sometidas a un supuesto dictado yugoslavo.
No se ha querido saber que el problema era más profundo y a la vez más sencillo: un Estado se desintegraba sin acuerdo sobre las fronteras que debían separar a los estados resultantes; la consumación de la separación sin negociación implicaba una guerra clásica de fronteras, como ha sido el caso para esas situaciones en 4000 años de historia humana conocida.
Para comprender qué ocurría, y con ello ayudar a paliarlo, bastaba pensar en ejemplos cercanos a la naturaleza del enredo postyugoslavo: Irlanda del Norte, Chipre, Palestina, Cáucaso, Líbano, Pakistán, Bangladesh. En todos esos casos, dos (normalmente) o más comunidades étnico-religiosas comparten territorio, pero recelan una de otra y no logran encontrar una fórmula de poder político que les inspire confianza por igual. Si se hubiera querido saber que Croacia era en parte un caso así y que Bosnia-Herzegovina lo es en forma aguda, se hubiera sido más cuidadoso antes de promover el enfrentamiento apoyando a unos y rechazando a otros.
Bosnia-Herzegovina es un caso extremo de complejidad étnico-política que hace imposible el funcionamiento de los parámetros clásicos entre Estado y Nación. La gente se identifica allí con una de las tres (no dos) comunidades étnicas, más que con el territorio. El Estado que pretenda ejercer su autoridad y organizar la vida pública debe basarse en el consenso de las tres comunidades, o fracasar. Además, Bosnia es un caso agudo, especial, porque es un conflicto a tres. En psicología y pedagogía se sabe que ése es el número fatal de las relaciones humanas; por ejemplo, tres niños no pueden jugar juntos sin pelearse todos (dos es “tu y yo”, cuatro se aparejan, cinco y más ya es dinámica de grupo). La relación humana a tres comporta la tendencia a la exclusión de uno y la disputa continua y cambiante en la formación de una pareja (A+B marginaba a C, o A+C contra B, o B+C en detrimento de A). Pero, en términos políticos, Bosnia-Herzegovina es especial porque no hay mayoría y minoría. No es una situación de minorías nacionales que no aceptan el modelo de la mayoría dominante. Bosnia-Herzegovina es el país de las tres minorías. El consenso, recomendable en todo conflicto etno-nacional, se hace aquí sencillamente imprescindible.
Tras el reconocimiento internacional de Croacia, las tres comunidades bosnias adoptan perspectivas antagónicas. Los croatas quieren unirse a la flamante Croacia soberana. Los serbios quieren permanecer en un Estado común con el resto de serbios (lo que Yugoslavia garantizaba). Los musulmanes quieren que Bosnia-Herzegovina, bajo su dirección, sea un estado soberano que siga los pasos de Croacia. Un arreglo pacífico a esa disparidad de objetivos implicaba un sutil tejido de estructuras políticas y territoriales. Hubo planes; por ejemplo, el promovido por Lord Carrington y elaborado por el portugués Cutileiro, que distribuía Bosnia-Herzegovina en tres sectores, cada uno con su estructura de estado y sus relaciones preferidas con los vecinos. Un plan no tan distinto, en el fondo, al aprobado en Ohio estos días. Se rompió porque se formó una coalición croato-musulmana que excluyó del juego y de las decisiones al tercero en discordia, los serbios; y promovió la separación de Bosnia-Herzegovina de Yugoslavia dando garantías a los croatas y negándoselas todas a los serbios. Los serbios reaccionaron muy mal, y sus acciones bélicas deben ser condenadas (como las de los demás). Pero no se puede ignorar que, previamente, se cometió contra ellos una agresión política que provocaría una guerra en cualquier parte del mundo.
Si la Comunidad Internacional hubiera estado presidida por principios de paz y universalismo, habría negado reconocimiento unilateral alguno y habría presionado para un pacto previo. Pero, cediendo a algunas presiones que respondían a intereses mezquinos y estrechos, los responsables internacionales cometieron la bajeza (contrapuesto a altura de miras) de alentar el conflicto. Si los políticos no fueron valientes, otros les han superado en debilidades. Algunos cronistas analistas o intelectuales han hecho de los Balcanes un festín de la irracionalidad, del maniqueísmo, del pensamiento primitivo. Eso sí, en nombre del europeísmo, para mayor perjuicio de ésta.
Comentaris recents