Ara, quan els portaveus polítics més irracionals s’escandalitzen de la presència de José Luís Rodríguez Zapatero al balcó del Palau el 20 de desembre de 2003 [potser un dels gestos més simbòlics i esperançadors d’aquest canvi presidencial], és més convenient que mai recordar que l’autogovern català ha trobat sempre la fraternitat republicana més enllà de l’Ebre. Manuel Azaña va pronunciar aquest discurs el 27 de març de 1930, al restaurant Pàtria de Barcelona, en què associa les llibertats de Catalunya i d’Espanya, defensa la república federal i no tem el supòsit que Catalunya “resolviera ella remar sola en su navío ….”. Precisament, els ciutadans de Catalunya, de tarannà laic i progressista, no sentiran mai l’impuls de segregar-se d’una Espanya capaç de parlar el llenguatge laic i progressista de Manuel Azaña.
Siempre había admirado a Cataluña desde lejos o en cortas estancias en Barcelona, su civismo fervoroso, su viva sensibilidad para la cosa pública, su cohesión nacional. Cualidades todas que, animadas por el irrevocable propósito de alcanzar la plenitud de la vida colectiva y por el amor a vuestra tierra -y gracias al estímulo de una tradición ilustre y también al de competir con los pueblos modernos más adelantados-, han producido el gran renacimiento catalán, cuya culminación está en vuestra propia cultura y en esta maravillosa ciudad vuestra.
Pero ahora, trascendiendo esa imagen que en verdad puede obtenerse por medio de la información indirecta y del esfuerzo del propio discurso, he podido yo comprobar durante estos días la profundidad del sentimiento nacionalista catalán, la ingenuidad adorable de una multitud a la vez coherente y entusiasta, con un sentir fundado en la veneración por su tierra y por su lengua; la alegría y la gratitud sólo porque habéis entrevisto la posibilidad de sentiros comprendidos y estimados; y así se me ha aparecido el alma catalana verdadera, suave y trasparente como una perspectiva mediterránea, recatada, propicia a la efusión sentimental como el refugio de una cordillera.
Tenía yo, o creía tener, la comprensión del catalanismo. Me habéis dado algo más fecundo: la emoción del catalanismo ¿Cómo percibir la diferencia? Está claro: antes comprendía el catalanismo. Ahora, además de comprenderlo, siento el catalanismo. La diferencia, para mí, es notable porque -ignoro si a todos sucede lo mismo- no sé hacer nada ni sirvo para nada si las cosas que me ocupan no me emocionan. Al amparo de esta emoción, que me restituye un poco a mi inclinación comunicativa, quisiera deciros dos o tres cosas que me parecen muy oportunas.
Nos habéis hablado continuamente -y ha sido pura gentileza y amabilidad de vuestra parte el hacerlo así- de gratitud por aquello del manifiesto a favor de vuestro idioma. Y en efecto, en días de dolor para todos, singularmente amargos para Cataluña, pensando en nuestros sentimientos maltratados -y a este maltratamiento se debe añadir los que le siguieron- queríamos deciros lo que era menester entonces para que os llegasen unas palabras de ánimo y el testimonio de que no estábais solos. Pero bien miradas las cosas no debéis agradecernos nada, porque queríamos solamente cumplir con el deber elemental de exigir que os guardasen el debido respeto a la inteligencia y en ella a la personalidad de los pueblos que se manifiesta precisamente en las obras de la inteligencia.
Y esto lo queríamos hacer no de una manera fría o en virtud de un principio general, que podría aplicarse de la misma manera a cualquier país lejano, sino con plena conciencia de las realidades de Cataluña, de sus creaciones actuales y del rango que ocupa entre los pueblos peninsulares, unidos a través de tantas vicisitudes históricas por un destino superior, común.
En aquella protesta, por tanto, no sólo nos manifestábamos en defensa vuestra, sino también en defensa propia, para borrar la mancha que se pretendía echar sobre nuestro país en una de las maniobras más bajas de la dictadura. Nadie me negará que del fenecido régimen lo peor, a pesar de ser tan doloroso todo lo demás, era la clase de razones con que pretendía disfrazarse la tiranía. Razones delirantes, ofensa perpetua al buen criterio, al entendimiento y al sentido común. Por efecto de aquella estupidez padecimos, además de una opresión en cuanto ciudadanos, un agravio particular en nuestra condición de castellanos. El rubor nos embargaba al ver que para oprimir a los catalanes se invocaban las cosas más nobles, profanadas por la tiranía ¿Vosotros os doléis justamente de que se oprimiese a Cataluña? Pero ¿no habíamos de indignarnos aún más al ver que para oprimir a vuestra patria se tomaba como pretexto a otra patria? ¿Al ver que nuestro idioma servía para promulgar en Cataluña unas leyes despóticas? ¿Qué se cometía la indigna falsedad de lanzar contra este país la idea de una España incompatible con las más sencillas y justas libertades de los pueblos? Contra todo eso se elevó nuestra protesta.
Yo no soy patriota. Este vocablo que hace más de un siglo significaba revolución y libertad ha venido a corromperse, y hoy manoseado por la peor gente incluye la acepción más relajada de los intereses públicos y expresa la intransigencia, la intolerancia y la cerrazón mental. Mas si no soy patriota, sí soy español por los cuatro costados, aunque no sea españolista. De ahí que me considere miembro de una sociedad ni mejor ni peor en esencia que las demás europeas de rango equivalente. Y es en cuanto español que me anima el espíritu propio de un liberal que hallándose predeterminado en gran parte por inclinaciones heredadas, las corrige, las encauza hasta donde le permite el desinterés de la inteligencia.
La vocación que aquí se manifiesta no es mía, únicamente, sino también de muchos otros que sienten como yo la gravedad del destino que pesa sobre la gente de nuestro tiempo. Todos nosotros, todos los que sienten como yo, han descubierto que al hablar y escribir en pro de nuestros objetivos liberales y renovadores se encontraban ante un desierto ¿Qué soledad la de un español que aborda las cuestiones públicas en esta forma? Queríamos revivir a España y se nos argumentaba con los muertos. Queríamos mover a una multitud y sólo encontrábamos fantasmas ¿Dónde está la carne viva en la cual podamos prender la fuente de una emoción que a todos hace arder con el entusiasmo de trabajar en una obra fecunda? La alegría que me produce el contemplar vuestra catalanidad activa procede de esto: el catalanismo, o dicho de otra manera, el levantamiento espiritual de Cataluña nos ofrece la ocasión y el instrumento para realizar una labor grandiosa y nos sitúa en terreno firme para iniciarla.
Gracias al catalanismo será libre Cataluña; y al trabajar nosotros, apuntalados en vosotros, trabajamos por la misma libertad nuestra y así obtendremos la libertad de España. Porque muy lejos de ser inconciliables, la libertad de Cataluña y la de España son la misma cosa. Yo creo que esta liberación conjunta no romperá los lazos comunes entre Cataluña y lo que seguirá siendo el resto de España. Creo que entre el pueblo vuestro y el mío hay demasiados lazos espirituales, históricos y económicos, para que un día, enfadándonos todos, nos volviésemos las espaldas como si jamás nos hubiéramos conocido. Es natural que en tiempos de lucha establezcamos el inventario cuidadoso de lo que nos separa; pero será también bueno que un día nos pongamos a reflexionar sobre lo que verdaderamente -no administrativamente, sino espiritualmente- nos une.
Yo concibo, pues, a España con una Cataluña gobernada por las instituciones que quiera darse mediante la manifestación libre de su propia voluntad. Unión libre de iguales con el mismo rango, para así vivir en paz, dentro del mundo hispánico que no es menospreciable. Y he de deciros también que si algún día dominara en Cataluña otra voluntad y resolviera ella remar sola en su navío, sería justo el permitirlo y nuestro deber consistiría en dejaros en paz, con el menor prejuicio posible para unos y otros, y desearos buena suerte, hasta que cicatrizada la herida pudiésemos establecer al menos relaciones de buenos vecinos. No se dirá que no soy liberal. Pero si esto ocurriera, y en el momento que se presentase, el problema sería otro. No se trataría de liberación común, sino de separación. No es lo mismo vivir independientemente de otro que vivir libre. Nuestro país español es una prueba de lo que digo.
Planteadas las cosas en esos términos de convivencia y de igualdad, castellanos y catalanes tenemos una obra en común por realizar que nos interesa a todos por igual. Ha de restablecerse el orden en la Península ¿Qué orden? El de la justicia y del derecho, violados no sólo por la dictadura, sino también por el Estado español moderno cuando más parecía estar dentro de las normas constitucionales. Tenemos, todos, ante nosotros un problema político en el cual se resumen todos los demás. Se ha hablado mucho de la cultura, pero la libertad ha de anteceder a la cultura. Al menos para mí. La elevación cultural es una elevación del hombre mismo. Mas es preciso empezar por ser hombre. Ha de crearse un Estado nuevo dentro del cual podamos vivir todos. A esto, líricamente, se suele llamar revolución. Hemos de hacer saltar la clave del arco en el cual se cifran todos los estigmas de la sífilis histórica que la estructura oficial española padece. El Estado ha de salir de la voluntad popular y ha de ser la garantía de la libertad. A esto se llama República. Y si hemos de vivir juntos, catalanes y castellanos, respetándonos mutuamente, ha de ser en virtud de la federación y no en virtud del corrompido prestigio de instituciones extenuadas. Esta revolución que propugnamos no se dirige contra un Estado ficticio, sino contra un Estado real. Vosotros, catalanes, maldecís muy justamente del Estado español; nosotros también. Pero la frontera que divide a los amigos y enemigos del Estado español no es geográfica como la frontera lingüística sino social. Si el Estado español tiene acérrimos enemigos en Castilla, también el Estado español ha tenido -espero que no los tenga más- amigos y valedores en Cataluña, es decir, gente que ha pospuesto su catalanismo liberador a la preocupación fanática del interés de clase y se ha aliado monstruosamente con ese mismo Estado que debería considerar como su enemigo natural si escuchase su conciencia de catalanes.
En resumen: queremos la libertad catalana y la española. El medio es la revolución; el objetivo la República, y la táctica oponer una barrera inconmovible al confusionismo y a la bastardía. Si estamos de acuerdo en todo esto bien podemos esperar que nuestra visita a Barcelona será inolvidable.
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